Remontemos a los 80, a mis 80 concretamente, cuando yo era aún un niño (un poco más que ahora).
El colegio, los amigos y los bollos en el recreo era algo que se estilaba mucho por aquella época, cosa que ahora desconozco si se sigue llevando dado el ritmo de vida tan raro que existe hoy en día.
Cuando yo tenía 5 años, conocí por primera vez lo que eran las clases. Como tengo una madre que vale millones, yo iba con ventaja pues ella me había dedicado tardes y tardes llenas de paciencia enseñándome las letras, las sílabas y los números. Así pues todo el resto de niños eran imbéciles a mi juicio. Mientras ellos miraban atentamente con cara de idos la cartilla de Micho, y el cuadernillo de Rubio, yo me quedaba contando ovejitas.
Como uno siempre ha tenido ingenio desde bien pequeño, me decantaba por hacer cosas ajenas al simple hecho de aprender, y al paso entretenía a mis compañeros, que eso se me daba simplemente que te cagas.
Estas inocentes fechorías incluían desde desgastar todos los Plastidecores amarillos de la compañera Yolanda Valiñani, por el simple hecho de que era su color preferido hasta coger las ceras de color caca de todos los niños de la clase y tirarlas a la basura, y con razón.
Porque digo yo, para qué narices valía el color caca si nunca se usaba? Si acaso se nos ocurría pintar un zurullo en el folio la seño nos echaba la bronca. Mi madre siempre me ha dicho que lo que no vale, se tira.
En clase existía el equipo "V", es decir, los niños que nos apellidábamos con V. Esto incluía a Beatriz Valero Bastante, Agustín Vizcaíno Barroso, Yolanda Valiñani Montero (toma memoria) y una servidora, Óscar Viegas Gómez. Aún me recuerdo a los 4 en la misma mesa, como tontos, con nuestra V. El aburrimiento da lugar a tonterías varias y una de ellas fue crear una canción con el segundo apellido de Beatriz:
- Bastanteeee, hay bastante comida.. bastanteeeee
Comentarios aparte, la canción no era lo nuestro, definitivamente.
Con respecto a las clases, cabe destacar la de manualidades. Esos angelotes pintados de color oro, esos ceniceros pintados de azul... y sobre todo esos joyeros con tematización de canutillos de pasta. Que aquí hay una gorda, pues cuando se trataba de pegar los macarrones a la caja de cartón desenfundábamos nuestro pegamento Imedio y ale, un jumillo... todos los niños riendo, ahumándonos, compartiendo nuestros botes, otros con rastas... aquello colocaba que daba gusto:
- Seño... jijiji, de qué color lo pinto? jijiji
- Niño cierra ese bote y... vámonos fuera... YUJUUUU... es tan bonito todo... quiero salir
- Pon al negro ese del pelo tieso en el casé Seño...
Después llegaban los recreos, lugar donde muchos se iniciaban a fumar, a ligar, a cotillear y en general a hacer tonterías múltiples.
Nosotros en cambio, cómo aún éramos muy niños como para pensar en las maldades adultas, nos dedicábamos a hacer arena finita, jugar a la galleta, al tulipán, al teléfono escacharrao, al beso, verdad o atrevimiento, a la ropa caipoca, a churro-va y, muy especialmente, a encontrar al Demonio.
El juego consistía en hacer hoyos profundos (cuanto más profundos mejor) y tratar de encontrar al Demonio. Simple y llanamente. No hay más. Así de claro. Así de simple. Sin rodeos.
Que digo yo que entre el juego éste y el chiste del fantasma de las bragas rotas (toma cinco duros y te compras otras), de no ser por las clases nuestra vida se hubiera ido al garete, porque vaya plan.
Luego estaba el tema de las leyendas urbanas:
El viejo que da caramelos con droga en las vallas, el viejo que da droga gratis en la puerta del colegio, el viejo que regala calcos para las manos con droga, el viejo que regala cromos y albumes... con droga. Sí claro, con droga en el pegamento.
Hay que joderse lo que hace la ignorancia. Con lo baratita que es la droga, y un viejo encima con su pensión de mierda, iba regalándola por ahí...
No quiero dejar el tema de las leyendas urbanas sin mencionar aquel avión que sobrevolaba los patios de los colegios a la hora del recreo y que hacía fotos de los niños, para posteriormente secuestrarlos y vender sus órganos... cuando se escuchaba un avión, el patio parecía el rastro, porque solo se veían cazadoras, jerseys, bufandas... de los niños que nos tapábamos ante tal amenaza (a todo esto hay que acompañar algunos llantos).
También en el recreo estaban los camellos de la comida, aquellos que trapicheábamos con lo que nuestra madre gustosamente nos había puesto en la bolsa para comer en el descanso, y que a nosotros nos parecía un auténtico desastre claro, porque la madre de Alejandro Trenado le había comprado un bollito:
- Te cambio el Phoskitos por este bocadillo de jamónYol
- Si hombre, con lo rico que está el chocolate este...
- Bueno, pues me regalas la pegatina?
- Y una M-I-E-R-D-A
- Ala, has dicho una palabrota. A la profe, vas...
Tampoco quiero olvidarme de los Bollicaos (costaban 50 pesetas) que solo eran Bolli porque el Cao como que no se veía por ningún lado, ni de las Conchas de Codan, que aquí hay otro tema. Quién no recuerda aquello de:
Cooooooooodan, para dar y tomaaaar...
Y una leche, a ver quién coño ha tenido los güevos necesarios para dar una de las mitades de las conchas esas, que parece que las han pegao con silicona. Hombre, por favor, publicidad engañosa. Además yo siempre las odié por estar aceitosas de cojones.
Y hasta aquí todo por hoy.
Muy pronto, el director, el jefe de estudios y el conserje.
Stay Tuned...
jueves
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1 comentario:
A este blog le va haciendo falta una actualización :-p
Saludillos!
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